Era hora de llegar al país.
El viento sigue tan pulcro como siempre, los aromas se comportan, los chinos del súper mejoraron sus modales, las calles están bien pintadas y hay muchos árboles a la vista desde mi ventana.
Gracias Cristina, algunos trámites no están demás.
Mientras suenan estas campanitas charlo de lo tanto que me gusta el blanco, todo blanco, la vajilla, el cuarto de baño, la cocina, la ropa de cama (las sabanas), las toallas, la batería de cocina ¡blancas! Y a la par ceno en alguna mesa de exquisitos menúes latinoamericanos.
Desde la góndola que bien viene navegando tan apaciblemente voy a elegir lo que me gusta, las cajeras se ven amistosas ¿me acerco?
Ya estoy en la puerta, todo salió genial, mientras tanto gracias a que el sol se siente cristalino voy a dar unas vueltas, voy a girar y ya giro, giro en círculos, me salgo de mi unos segundos y que lindo se siente volver.
Salgo a dar una vuelta, el pasto me habla, cuenta que los árboles están maravillados con las pruebas de inteligencia y personalidad de las que ya hace tiempo vienen formando parte.
Caminando ahora por las avenidas las vidrieras explican que deje los botones de lado y de los bolsillos ni hablar, mejor no.
Muchas cosas vibran y las capto sencillamente, con naturalidad y confort. Ahora si, sin vueltas.
El cielo, él en mi, trae preciosas nubes pomposas, deja sentir su aroma fresco en las mañanas, en las tardes o noches.
Penélope glamúr con su velocidad e intacto detalle brillante ceba unos mates riquísimos con los que acompaña mis horas, sugiere un sushi o una birrita al limón ¿lima?, sólo con limón, hielo y algo de sal.
Que lindo sello, miro su tinta, azul. Leo algunas de sus letras algo borrosas ya al cabo de unas semanas de su estampa.
Arribos. Ahí aparecí.